Hoy voy a tratar de indagar, aunque no en absoluta profundidad, en la vida de uno de los profetas más grandiosos de Israel: ELIAS de Tisbé, una región al este del río Jordán, que se localizaba en lo que actualmente es Jordania.
Y para ello primero, debo indicar dos puntos muy importantes: Primero, al igual que en las publicaciones correspondientes a los personajes de Abraham y Rut, a los que ya me he referido, no podemos decir que Elías haya sido un estoico, dado que su aparición en la historia del pueblo de Israel surge hacia el siglo IX a.C. y, como sabemos, la filosofía estoica nace en Grecia en el siglo IV a.C. A pesar de ello, observaremos en Elías conductas que se entrelazan con los principios del estoicismo, como la virtud y la razón, la conciencia de entrega frente a la realidad que no se puede modificar, pero que combate con coraje y resistencia. Y todo ello se debe, precisamente, a que esta filosofía es de carácter atemporal, porque analiza conductas humanas en la práctica empírica. En definitiva, en diferentes tiempos, contextos y realidades socio políticas, económicas y religiosas, el hombre tiene una naturaleza única y distintiva, que lo lleva a actuar de maneras no idénticas pero similares a lo largo de su historia. Con la excepción de hombres extraordinarios como el que presentaré.
En segundo lugar, debemos tener presente el contexto en el que vive Elías. Podríamos decir que se trata del período más oscuro y sombrío de la historia de Israel, después del esplendor vivido durante los reinados de David y de Salomón. A la muerte de éste se suceden cincuenta y ocho años, durante los cuales toman el trono nada menos que siete reyes, debiendo tenerse en cuenta que, siendo la monarquía vitalicia, algunos de los reyes que tomaron el poder en aquellos años, murieron por lo menos, en circunstancias poco claras y otros asesinados.
Hechas estas dos salvedades, diremos que la figura de Elías el Profeta, aparece en los libros de 1 Reyes y 2 Reyes del Antiguo Testamento para los cristianos, Biblia Hebrea para los judíos.
Lo situamos específicamente durante el reinado de Acab, entre los años 874 y 859 a.C., siendo éste un rey casado con una princesa fenicia llamada Jezabel, que había introducido en el reino del norte de Israel, lugar donde activaba Elías, el culto a dioses profanos, especialmente Baal, un dios cananeo vinculado a la fertilidad y las cosechas y prácticamente, había convertido su adoración en culto obligatorio en dicho reino. Los israelitas sometidos a su imperio, salvo un puñado de ellos, adoraban también a este dios pagano, habiendo olvidado el tradicional culto a Yahveh impuesto por el rey David, quien había terminado con la idolatría pagana durante su gobierno, ocurrido aproximadamente entre los años 1.000 y 970 a.C.
En dicho contexto entonces, aparece el Profeta Elías, quien siendo un fiel siervo de su Dios Yahveh y obediente de su Palabra, lanza a Acab su primera profecía: “No lloverá ni caerá rocío en Israel hasta que yo lo indique”. ¿Por qué lo hacía? Porque si esta profecía se cumplía, cosa que inexorablemente ocurriría, puesto que había sido informada por su Dios a Elías para que la transmitiera, podría demostrar a los reyes y al pueblo descreído, la fuerza y la supremacía de Yahveh. Efectivamente, no llovió durante muchos años, produciéndose un gran sufrimiento en todo el territorio de Israel, en tanto Elías recibió de Dios la orden de retirarse al arroyo de Kerit, al este del Jordán, donde Él le proveería de agua y los cuervos lo alimentarían.
“Obedeció pues, las palabras de Yahveh y se fue a vivir a orillas del torrente de Kerit, al oriente del Jordán; y los cuervos le llevaban pan en la mañana y carne en la tarde, y tomaba agua del torrente” (1 Reyes 17: 5-6).
Ese tiempo fue crucial para Elías ya que tuvo que mantenerse y fortalecerse espiritualmente, durante los años de sequía y hambruna que azotaron el reino.
Más tarde, cuando el arroyo se secó (el agua no cayó ni para el pueblo de Israel, ni para los reyes ni, por supuesto, para Elías), Yahveh volvió a hablarle diciéndole que se traslade a Sarepta, un pueblo que pertenecía a los sidonios, en lo que sería el actual Líbano; que allí encontraría una viuda con su hijo y ella le daría comida.
“Se levantó pues y se fue a Sarepta. Al llegar a la entrada de la ciudad, vio a una viuda que recogía leña. Elías la llamó y le dijo: ‘Tráeme por favor, un poco de agua en tu cántaro para beber’” (1 Reyes 17:10).
Luego le pidió también que le diera un trozo de pan para comer, a lo que la viuda le respondió que ya no quedaba harina en su tinaja ni aceite en sus cántaros; que sólo tenía la suficiente para preparar una pequeña torta para ella y su hijo y no tendría nada más para comer. Recordemos, tal como dijimos en el capítulo de Rut, que por aquellos tiempos las mujeres que no tenían padre, marido o hijos mayores que cuidaran de ella y proveyeran sus necesidades, eran poco menos que marginadas de la sociedad.
A lo que Elías respondió que fuera a hacer lo que tenía previsto pero que antes le trajera a él un panecillo y le aseguraba que, de esa manera, no se terminaría nunca la harina en su tinaja. “Ella se fue e hizo lo que Elías le había dicho, y tuvieron comida ella, Elías y el hijo. La harina de la tinaja no se agotó ni disminuyó el aceite del cántaro, según lo que había prometido Yahveh, por medio de Elías” (1 Reyes 17: 15-16). Este episodio nos hace recordar el prodigio de la multiplicación de los panes y los peces por parte de Jesús, con la diferencia importante que todo lo que lleva a cabo Elías, lo es por disposición de la voluntad de Dios o, mejor dicho, Yahveh “habla” y “obra” a través del profeta. Este fenómeno lo veremos en otros profetas bíblicos pre y postexílicos también. En el caso de Jesús, era Él mismo y por su propia decisión el que obraba los milagros.
Pero el mayor de todos los desafíos de Elías en su vida, seguía siendo el de consolidar la fe en Yahveh por parte de los israelitas y destruir la idolatría en que habían sumido al reino Acab y Jezabel. Así fue que volvió a Israel, se enfrentó al rey Acab y convocó al pueblo a lo alto del Monte Carmelo. También llamó a los 450 profetas de Baal y a los 400 de la diosa Aserá, para reunirse todos en el monte. La prueba era sencilla: cada grupo debía preparar un sacrificio, pero sin encender fuego. El Dios verdadero sería quien enviara fuego del cielo para quemar la ofrenda.
Los profetas de Baal pasaron el día invocando a su dios, pero no pasó nada. Gritaron fuerte, bailaron e incluso se autoinfligieron heridas, prácticas bastante frecuentes en aquella época, a las que se opone fuertemente Deuteronomio 18, que no trataré aquí. Pero Baal permaneció en silencio. Luego, Elías construyó un altar al Señor, colocando su ofrenda y, para aumentar el desafío, ordenó que se rociara todo con un poco de agua (no olvidemos que estaban en medio de la sequía todavía). Cuando Elías oró, Dios respondió inmediatamente con fuego, consumiendo el sacrificio, la madera, las piedras e incluso el agua circundante.
El pueblo, al presenciar este milagro, se postró y de inmediato reconoció que “El Señor es el único Dios verdadero”. Elías ordenó la captura y ejecución de los profetas de Baal, eliminando el liderazgo idólatra que había llevado a Israel por malos caminos. Este fue el mayor prodigio de Elías: Viviendo en una realidad rodeada de paganismo e idolatría, logró demostrar ante los reyes, los profetas y principalmente, ante el pueblo, que Yahveh era el único Dios de Israel.
Luego de este episodio prodigioso, la reina Jezabel, furiosa por la muerte de los profetas de Baal, juró desatar su ira contra Elías y causarle rápidamente la muerte. Elías huyó entonces al desierto y allí, exhausto y desanimado, pidió a Dios que le quitara la vida, porque se sentía derrotado y sólo. Pero esto no ocurrió, sino que por el contrario Dios, a través de su ángel, le envió pan y agua al profeta, permitiéndole descansar y recuperar fuerzas, porque allí, con un Elías renovado, comenzaría una nueva etapa de su profetismo. Lo instó a caminar nuevamente por el desierto en un viaje de cuarenta días, hasta llegar al Monte Horeb, donde tuvo un encuentro con Dios, quien le daría nuevas instrucciones para su tarea, como la de ungir algunos reyes y elegir a su discípulo, que continuaría la labor desarrollada por Elías, cuando éste debiera partir.
Finalmente, podríamos decir que, como premio por su fidelidad, obediencia, resiliencia y trabajo, Yahveh no permitió que Elías muriera como un ser humano normal, sino que por el contrario, encontrándose caminando con Eliseo, el discípulo elegido, a orillas del río Jordán, Elías fue elevado al Cielo en un carro de fuego que se lo llevó, sin que nadie supiera nunca más nada sobre él.
Esta es, en una apretadísima síntesis, la vida que vivió Elías. Por supuesto que realizó muchas otras proezas y milagros, que no detallaré aquí en honor a la brevedad y paciencia del lector. Pero sí es importante entonces, llegando al final de este texto, tener en cuenta por qué motivo lo traje. ¿Qué rasgos estoicos podemos advertir en este personaje?
Filón de Alejandría, el gran escritor y filósofo destacado de la comunidad judía helenística de Alejandría, Egipto, en el siglo I d.C., escribió extensamente en griego koiné sobre filosofía, política y religión en su época. El estoicismo es la gran presencia filosófica que condiciona el pensamiento de Filón y el que le proporciona una visión religiosa universalista; desde luego un estoicismo inseparable de platonismo.
Y, en tal sentido entonces, Filón aprecia la fe inquebrantable de Elías, aún cuando se enfrenta a la persecución y al miedo. Debemos comprender que los conceptos de “memento mori” y “premeditatio malorum” estuvieron siempre acompañando la vida del profeta, puesto que la conciencia de su muerte lo perseguía desde el momento mismo en que pronosticó los años de sequía en Israel y, mucho más cuando logró la imposición de la concepción de Yahveh como Dios único y el pueblo se postró rostro en tierra para adorar únicamente a su Dios.
Es por ello que Yahveh primero le indica dónde debe refugiarse (el arroyo de Kerit), luego lo envía a Sarepta, a la casa de la viuda y más tarde, sin esperar la voz de Yahveh huye por miedo de ser muerto, al desierto, donde Dios lo vuelve a encontrar y convocar. Aquí es importante tener en cuenta, el acompañamiento y protección de su Dios, conocedor del carácter de Elías, que por momentos se tornaba inseguro y depresivo. Pero también es muy importante reconocer que no cualquiera está en condiciones de ser elegido profeta de Dios. Él escoge a sus “voceros” y nunca sabremos qué pasó por la cabeza de cada uno de ellos, qué sensaciones y percepciones tuvieron al recibir la voz de Dios, que les ordenaba ser sus mensajeros en Israel.
De alguna manera, como grafica el profesor Antonio Piñero, profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid, el profeta estaba “tomado” por la Presencia Divina y Dios hablaba a través de la garganta del profeta. Las consecuencias psíquicas que dicha intervención divina produciría en cada uno de ellos, sólo podrían ser posibles de analizar a través de estudios psicológicos y psiquiátricos que, en tanto modernos, no estoy segura de que puedan captarlas con precisión.
La búsqueda de Elías en el desierto y su posterior encuentro con Dios en el monte Horeb son interpretadas por Filón como una metáfora de la introspección del hombre en busca de la verdad y la comprensión espiritual.
Otro rasgo estoico saliente de Elías, a entender de quien escribe es la aceptación sin condicionamientos del destino que lo alcanza. Obsérvese que ante cada orden que su Dios le imparte reacciona sin dudar y -al igual que Abraham a quien ya hemos analizado-, se levanta y en forma inmediata y sin preguntar nada, hace lo que se le ordena.
Por supuesto que más tarde, volveremos a encontrarnos con la figura y el recuerdo de este enorme profeta, pero ya en el marco del cristianismo, dado que para esta corriente será una figura señera, pero no cabe duda alguna que a pesar de la existencia de otros profetas que le precedieron, Elías con su aparición, marca un punto de inflexión en la historia del antiguo Israel.